«No existe ningún ideal por el que podamos sacrificarnos, porque conocemos las mentiras de todos nosotros, nosotros que no sabemos que es la verdad». (André Malraux)
Es una extraña curiosidad que la imponencia de una persona no se derrita con el tiempo, ni con juicios reduccionistas de los adversarios, ni con la artificialidad posible de sus seguidores…
El hombre y el estadista, el padre y su oficio – como el de cualquier hombre- emerge como una novedad cuando hay una correspondencia entre ambos y se amalgaman formando una curiosa piedra cuyos destellos desafían legítimas evaluaciones de la historia y la comunidad civil: un hombre de paz, un estadista pragmático, un hombre austero, un demócrata…Sí, pero, quizá la primera clave, antes que su testimonio público, está en el valor de la persona, la unidad que él vivía entre sus ardientes ideales y la conciencia de su dignidad. La lucha entre los hombres más allá de los aciertos y errores, brota de un lugar, de un locus, que interpela a los otros, pero ante todo a sí mismo. Hoy, en que la política tiende a reducirse a una defensa de intereses y beneficios, se ha eclipsado el valor de la persona, los ideales que la mueven y cómo ellos surgen una y otra vez de la propia vida. En una política de actores, de meros representantes, no hay espacio para un sujeto protagonista de un ideal. La pretensión de representar imaginando al pueblo – ideología- o interpretándolo a través de encuestas fotográficas, desresponsabiliza al sujeto de sus convicciones y de la unidad con quienes representa, en cambio el verdadero estadista es un hombre ensimismado con un origen y un ideal que no se puede abandonar sin dejar de ser sí mismo, porque es éste el que congrega al pueblo.
En la ambigüedad de hoy, oscilamos entre la ideología de inventar lo que el pueblo quiere y la tecnocracia neurótica – como las encuestas- que quieren saber lo que el pueblo necesita en este instante, pero lo que se interrumpe, lo que se suspende es la experiencia de ser sujeto, de servir el diálogo con los otros, educándome a mí mismo, descubriendo en la propia humanidad las necesidades de los otros. Es el constante trabajo del paso de la artificialidad a la radicalidad de la política como experiencia de bien común, lo que vuelve insobornable el yo y lo que purifica los propios ideales. Todo sirve…ideología y encuestas, pero hay que descubrir una prioridad radical que nos corrija y que nos sostenga frente a nuestros propios errores. ¡No vence el que patrocina o se adueña del escándalo más grande!
Complacer y adecuarse en momentos de crisis mimetizándose, es imposible para un hombre, son estériles las evaluaciones históricas que juzgan desde modelos ideológicos para evitar la pregunta: ¿Dónde está el hombre ante el poder? ¿Dónde está el hombre ante la injusticia? No basta el dolor y resentimiento de haber sido «humillados y ofendidos», y eso lo descubrió Aylwin…que la certeza de pertenecer a un ideal es más grande que la fragilidad de las circunstancias y de nuestros límites, por eso es posible construir siempre, y en ese sentido no es distinto el oficio de padre y el de estadista: «¿Cómo hace el hombre para vivir si no construye?»(Eliot)
El masivo reconocimiento de la persona y la obra de Aylwin quedó como huella imborrable en sus funerales, en cambio los intelectuales se dividen entre jueces y testigos. Será deseable siempre juzgar algo siendo testigos, de lo contrario es imposible porque nuestro propio limite – prejuicios- se erguirán como barrera infranqueable…hay que hacer el camino de Aylwin… que fue testigo de lo que vivía su pueblo, por eso tantos pueden contar innumerables anécdotas vividas con él, al punto que una persona sin pretensión de definirlo decía: murió un compañero de camino.