El inicio de una nueva constitución, con el plebiscito en primavera, es una apuesta a retomar el diálogo y las diferencias, identificando preguntas y desafíos por sobre el atajo de la violencia, los slogans y el voluntarismo.
1.-Indignación y ausencia de preguntas.
El riesgo de reducir el estallido social a un sentimiento de indignación, a slogans e ideologías sin recoger las preguntas que han originado el 18/10, sería encasillar el trabajo de una nueva constitución en un rito donde no acontezca nada nuevo.
En realidad, meditar sobre una constitución es una ocasión de crítica, como capacidad de examinarlo todo y quedarse con lo sustantivo de lo que se ha creado en estos años y de recoger las diferencias que han sido ignoradas por el sistema político; y, por otro lado, de traducir el ímpetu de las demandas sociales en un nuevo afecto por la res pública. Una posición crítica que madure las preguntas en nuevos espacios de convivencia que alojen las diferencias es la oportunidad de reconquistar un bien común para el país, por sobre cualquier status quo.
2.- ¿Pensar desde el Estado?
La Constitución como una casa para todos, surge de la chispa del deseo de construir espacios de humanidad nueva que alberguen las diferencias y no las excluyan. El deseo es lo más constitutivo de la persona y es el único dique real al poder. Construir “una casa más habitable para el hombre” (Giussani 1987) sirve al ímpetu genuinamente humano por sobre cualquier deductivismo que “piensa desde el Estado” sin caer en la cuenta que lo que está en juego es proteger el ámbito de la persona, sea en su expresión pública, individual o colectiva.
La ilusión de sustituir al Estado “pensando desde el Estado” puede volverse una trampa en que ceder el protagonismo de la persona y la sociedad civil. Ante la emergencia de los derechos sociales insatisfechos, una nueva constitución debe reparar en un nuevo concepto de Estado y en que éste no es el único sujeto de la respuesta a las demandas de una sociedad cada vez más plural.
3.- ¿Cómo es posible un Estado Solidario sin un Estado Subsidiario?
Los gurús contra la subsidiariedad han visto aquí un enclave del autoritarismo, en cambio que corregir, profundizar y desarrollar un Estado al servicio de las personas y las comunidades. Allí donde falte Estado, como exigencia social, no puede seguir ausente, pero esto será posible – más allá de cualquier voluntarismo moralista- si se cuenta con la libertad de las personas y sus comunidades. La novedad de una potencial “cultura del COVID” ha sido la red alianza público privada de hospitales y clínicas. El estado puede hacer mucho más cuando hay prioridades claras y cuando genera iniciativas en que cuenta con los privados y se aprende desde estas experiencias. Un estado que aprende de la sociedad civil, no que impone o inventa contra la libertad, será un Estado y una política que conquiste la pluralidad incesante de un país. Lo contrario no es totalitario, sino imposible.
La provisión de un servicio que responda a un derecho social como la salud, la educación y las pensiones – entre otros- es público, independiente de quien lo provea y, por tanto, debe convocar los aportes que se requieran a fin que se asegure su calidad y contribuya a una mayor justicia social. Y el Estado debe regular, fiscalizar y ser garantes de probidad (¡es tan indeseable la ineficiencia y la corrupción del Estado como la de los privados!)
El Estado solidario es deseable y posible concebido a la vez como estado subsidiario, no solo porque se pierde la solidaridad si la impone desde arriba sin el concurso de las personas y las comunidades, sino porque no le alcanzan los recursos. “Más sociedad le hace bien al Estado” decía L. Giussani, no porque omite al Estado, sino porque favorece una concepción renovada de pueblo como un lugar en que nadie queda afuera de demandar y contribuir.
4.- La primacía de la política.
Una nueva constitución debe consolidar el valor de la política por sobre los poderes fácticos. La alegría de contribuir a las sucesivas perfecciones de la polis es el test de las democracias maduras. El papa Ratzinger decía: un estado fuerte y ágil, es decir que impida abusos a los más desprotegidos, que regule el poder de los mercados y que sea garante de la democracia, respetando a todas las minorías. Pero ¿cuál es el poder más fuerte? El del mismo Estado. El clientelismo, la ineficiencia y la corrupción son la expresión ante todo de un status quo del cual a menudo las élites no liberan al Estado.
La primacía de la política es clave y urgente, especialmente es un periodo en que se “piensa desde el estado” erosionando una cultura de la responsabilidad. Es urgente un fortalecimiento cultural e institucional de la política que esté al servicio del pueblo. La primacía de la política por sobre la economía, los grupos de poder y el cartel de la violencia es la mayor urgencia de bien común. “Y esto es más que tolerancia, porque muchas veces “tolerar” se traduce en dejarnos existir mutuamente, sin “molestarnos” (Plebiscito: una oportunidad de protagonismo y diálogo. C L)
Una nueva constitución es también una ocasión de renovación de la política, para salir de los espacios de confort y entrar en un diálogo que fortalezca la democracia ante toda forma de abuso y de violencia. La renovación de la política se medirá con la recuperación de las plazas y las calles para que las personas transiten libremente y con seguridad, para que las pymes puedan vivir con dignidad, y para que tantos derechos sociales no sean postergados por abusos de privados o por la ineficiencia del Estado. La recuperación del orden público y el cuidado del bien común son las tareas esenciales del Estado, pero serán un mito sin el apoyo de la sociedad civil.
En esto se juega hoy día la renovación de la política y, por tanto, una nueva constitución.
¡Cuando al Estado no le alcanza y al mercado no le interesa – ambas cosas posibles en las cuales algunos no quieren pensar- es el tiempo de la persona!