«Todas las filosofías y la política ha tenido su campo de acción ideal y de promesas en la juventud». Esta afirmación de Luigi Giussani en febrero del 1995 en su libro «Los Jóvenes y el ideal» no deja de perder actualidad, aunque el rostro del poder haya cambiado desde aquel entonces, y hoy se documente mas bien en los social media, la moda y últimamente en nuestro país en una «cultura» de la gratuidad en educación y otros ámbitos en que se roza la ausencia de todo compromiso personal y además, como si fuera posible construir la sociedad bajo las promesas del Estado.
La tesis de este libro, que la reducción de las necesidades de los jóvenes por la ideología y la tecnocracia, los empuja a la evasión y a la superación de cualquier límite establecido como una «tierra prometida», y por otro lado «el nihilismo implícito en tanta parte de la protesta juvenil contra las instituciones es el resultado natural de la defensa de las instituciones del status quo como las únicas posible». (A. MacIntyre) sugiere que no hay atajos a la hora de pensar y construir el bien común.
Es una extraña paradoja en América Látina, que sea precisamente desde el Estado que se generen nuevas versiones de populismo, a menudo acompañadas de prácticas antidemocráticas, corrupción e ineficiencia que tiendan a asfixiar a la persona y su expresividad.
¿Por qué no se sale de este circulo vicioso, entre quienes detentan el poder y el irrealismo de sus promesas, en un contexto de conflicto y ausencia real de dialogo -especialmente- con los jóvenes?
El populismo en América Latina es un fenómeno a desentrañar; a menudo arranca de una urgencia de desarrollo, de una prisa de la inteligencia de las élites por resolver problemas sociales endémicos, sin embargo, generan liderazgos simbólicos sin un contexto real, sin un sujeto que sostenga la propuesta de sociedad civil. Estos años han enseñado que las demandas sociales -que nacen del deseo humano de plenitud- no son canjeables ante el poder del Estado o del mercado.
¿Quién podrá ofrecer a nuestros jóvenes – se pregunta Julian Carron- una contribución real en una situación tan invasiva?
Sabemos que no se puede envasar la libertad ni la dignidad con promesas, aun con la mejor de las intenciones.
El experimento político de Venezuela documenta que plagiar las necesidades del pueblo por un Estado iluminado y prepotente genera gravísimas injusticias y un inenarrable dolor del pueblo, a la vez que una sed indomable de creatividad y colaboración en su población civil.
«Hombres que no se rinden» dice Carron, y lo documenta citando a Ernesto Sábato «Me Han criticado siempre mi necesidad de absoluto…esta necesidad atraviesa como un cauce mi vida, mejor, como una nostalgia de algo que no habría nunca alcanzado…yo no he podido aplacar jamás mi nostalgia, domesticarla diciéndome que aquella armonía habría existido en mi infancia; lo habría querido, pero no ha sido así».
El ímpetu y las semillas de la revolución cultural del ’68 -lo sabemos ahora- no estaban en la urgencia de las respuestas de un Estado igualitarista y benefactor, sino en la maduración de un sujeto que pudiera afrontar la vorágine de una «sociedad líquida».
¿Quién resiste el ataque del poder? ¡El 68 seguramente no! terminó «licuado». La ilusión de Maduro y de todas las dictaduras de empaquetar la dignidad y la libertad resiste hasta que hombres que viven a la altura de su deseo se descubren con otros en una dimensión comunitaria en que el ideal por el cual viven es más original y sugestivo que la opresión.