Giorgio Vittadini
Viernes 25 de marzo 2016
“Mi mamá llora siempre y cuando le pregunto porqué dice que le arden los ojos. Pero yo sé porque ella llora, le falta mi papá y mi hermano, que también él para ganar su sueldo trabajaba para malas personas y también él fue detenido”. “No tengo padre, murió hace dos años. Mi hermano no puede caminar porque lo hicieron nacer antes” (porque es prematuro) “Le escribo porque pido su ayuda, le ruego de rezar por mi madre porque ha perdido el trabajo y recientemente ha tenido un accidente donde se ha hecho daño. Llora siempre y ruega a Dios porque quiere morir, porque dice que no tiene para comer y no sabe qué hacer porque no tiene nadie que la ayude. Mi papá no vive con nosotros hace años”.
Son algunas de las cartas de niños contenidas en el libro Letras al Papa Francisco, a cargo de Alessandra Buzzeti. En el capítulo “¿por qué los niños sufren?” los pequeños piden ayuda a Francisco por los pequeños y a menudo grandes dolores. Hay también quien no pide nada, como una niña de diez años enferma de diabetes porque “he visto en el hospital tantos niños que estaban peor que yo”.
El drama del dolor inocente se repite por siempre en la historia. Es inexplicable, a menudo escondido, pero siempre lascerante y hace blasfemar el nombre de Dios. En estos tiempos dramáticos parece no dar tregua a los niños que huyen de la guerra con sus familias y mueren ahogados a las puertas de Europa. Y también en esta Semana Santa se ha mostrado en toda su tragedia con la muerte de los estudiantes en España y con las masacres de Bruselas, que renuevan el grito de una humanidad siempre más atónita.
Delante de estos hechos uno se pregunta: Dios ¿por qué permites todo esto? Se lo preguntaba también Dostojevski en Los hermanos Karamazov delante del drama del niño desgarrado por los perros: “pero si hay niños: ¿qué deberemos hacer con ellos? Esta es la pregunta a la que no se da respuesta (…) Escucha: si todos deben sufrir para comprar con el sufrimiento la armonía eterna, ¿qué tienen que ver los niños? Respóndame, por favor. Es totalmente incomprensible el motivo por el cual debieran sufrir también ellos y porque les toca a ellos también comprar la armonía con el sufrimiento”.
A explicar el dolor, a decir que no tiene sentido, en particular el de los niños, se han provado muchos: filósofos, intelectuales, columnistas, santones. Y están divididos entre aquellos que sugieren olvidar y disfrutar la vida (hasta que no nos toque a nosotros)aquellos que se engañan de que podemos evitar el sufrimiento cancelando el deseo; y quien busca reabilitar a Dios como fuente de consuelo en el más allá.
Tampoco los papas saben responder a esta pregunta: “Si pudiera hacer un milagro recuperaría a los niños. Yo no logro comprender porqué los niños sufren. Es un misterio. No sé dar una explicación”, ha dicho papa Francisco durante la preparación de su reciente libro El amor antes del mundo.
Hay un día al año, hoy, aquí, en este dolor que todos tratamos de no pensar es el protagonista. No desesperado, sino al contrario, que da esperanza porque resurge, Cristo dice que la muerte no es la última palabra sobre la vida del hombre. Pero aún no dice el por qué del dolor.
A los niños el Papa Francisco dice que no tenemos la respuesta, pero sabemos que Jesús ha sufrido como ellos, inocente, “que el Dios verdadero que se muestra en Jesús, está de vuestra parte”.
Dios ha sufrido y sufre junto a nosotros, en vez de explicarlo lo ha asumido hasta el final. Sigue siendo un Misterio que, sin embargo, se ha hecho compañía y carne en la historia: Jesús estalla en llanto incontrolable cuando ve a la viuda acompañar al cementerio a su hijo muerto; se conmueve hasta las lágrimas cuando ve aquella multitud indeterminada de personas que lo buscan; suda sangre cuando comprende que su fin está cercano. Como cada uno de los mártires inocentes. Que Dios viva hasta el fondo nuestro dolor, ¿no vale más que se nos explicase su significado?
El Viernes Santo es un día de silencio extraño, en que aquello que por lo general no parece tener sentido, lo tiene. No porque se nos explica, sino por una compañía, como aquella que bajo la cruz han hecho su madre y el amigo más amado. Una compañía silenciosa, que no nos deja solos. Y que te da la fuerza de aceptar el sufrimiento porque puede ser, de alguna manera, misteriosamente útil al bien del mundo.
La compañía profunda que se experimenta en el dolor es a menudo la que impulsa para ayudar a los otros. Aquella compañía que te hace intuir que la vida no puede ser reconducida a aquel dolor. Esto fue lo que hizo Don Gnocchi cuando volvió de Rusia y visitando un hospital vio a un niño mutilado y le preguntó por qué sufría. El niño respondió: ¡upps! Y él comenzó su inmensa obra de caridad para educar a los “mutilados” a percibir aquella Compañía profunda a su dolor.
El infinito dolor secreto del mundo, de los niños, de los desconocidos, de aquellos a quien ninguno seca las lágrimas, que parece no dejar huella en la historia del mundo, el dolor de aquello que “pareva nisun” (parecía nadie), como el vagabundo de la famosa canción de Enzo Jannacci, muerto precisamente en el viernes santo de hace tres años, se vuelve signo de vida nueva. Si miramos aquella Compañía profunda.