Por José Luis Restán
La circunstancia inédita que atraviesa el mundo nos está obligando a buscar nuevas formas de expresión social, tanto para el afecto como para la protesta. Es difícil saber hasta qué punto estas formas adquirirán carta de naturaleza en el futuro. De la experiencia de esta pandemia van a derivarse cambios en todos los órdenes, aunque tampoco conviene dejarse llevar por visiones apocalípticas.
Una de las lecciones que deberíamos extraer es el valor profundo de nuestra vida comunitaria. Sólo descubrimos nuestra identidad en relación con los otros. Necesitamos sus rostros y sus palabras, necesitamos su ayuda y su afecto, incluso la contradicción que puede suponer el hecho de que son siempre “diferentes”. Más aún, estos días se desvela con claridad que la vida está hecha para darla, para servir a algo más grande que nuestros pequeños intereses y estrechos proyectos, por legítimos que sean.
Las precauciones frente a la pandemia pueden imponernos durante un tiempo nuevos hábitos, seguramente necesarios, pero no suprimirán la nostalgia de un encuentro cara a cara, corazón a corazón. Las plataformas digitales nos ayudan estos días, bienvenidas sean, pero no pueden sustituir el calor del acuerdo ni la pasión de la discusión. De esta pandemia deben emerger como gigantes el valor único de la persona singular y la riqueza inestimable de la compañía humana, de la familia, de la comunidad, de la nación. Ojalá que este dolor no sea inútil y a través de sus zozobras salgamos más verdaderamente libres, con una razón más abierta y un afecto más disponible a una obra común.
Un filósofo agnóstico, Jürgen Habermas, ha dicho que la reconstrucción debe partir del núcleo universalista de la ética cristiana del amor. No es mero atrevimiento, ni evasión, colocar esta palabra en el centro de nuestra mirada hacia el futuro. Por el contrario, ninguna tiene su potencia regeneradora y constructiva.