por David García Díaz
El ser humano es por naturaleza un ser que habita, un ser que transforma la realidad no solo con el fin de obtener cosas útiles, sino con el afán de dejar su huella en el mundo, de dejar algo de sí mismo en la realidad. Allá donde moramos dejamos huella, imprimimos algo de quiénes somos en la realidad, la hacemos nuestra, nos pertenece a la par que le pertenecemos a ella.
Y esto que pasa con los lugares y con las cosas pasa aún más si cabe con las personas. Recuerden sino el pasaje de «El Principito» en el que el zorro pide al pequeño príncipe que le domestique, que le habite y que se deje habitar por él. Desde ese momento la realidad y la propia vida quedan transfiguradas por la presencia de alguien al que estoy ligado, alguien que saca mi vida de la monotonía, alguien que la dota de sentido. «Y amaré el ruido del viento en el trigo porque me recordará a tus dorados cabellos», dice el zorro.
Desde el momento que habitamos en alguien, que nos dejamos domesticar, ya no podemos entendernos más sin la presencia del otro. Le pertenecemos y, de algún modo, el otro también nos pertenece. Como dirían los versos del poeta Mario Benedetti:
«Tú no eres ésa, yo no soy ése; ésos, los que fuimos antes de ser nosotros. Eras, sí, pero ahora suenas un poco a mí. Era, sí, pero ahora vengo un poco a ti. No demasiado, solamente un toque, acaso un leve rasgo familiar, pero que fuerce a todos a abarcarnos a ti y a mí cuando nos piensen solos».
Uno de los descubrimientos que he realizado este año pandémico es precisamente este: que necesito de los otros, que no me entiendo sin ellos, que, lejos del falso relato de la independencia y de la construcción de uno mismo, debo reconocer que soy vulnerable y que no me basto para darme la felicidad a mí mismo, que si quiero ser feliz y pleno necesito de los demás. Y no es algo que no conociera, ya lo sabía, pero ahora que he hecho experiencia de ello soy capaz de reconocerlo. Digamos que esta verdad tiene en mí ahora una relevancia existencial que hace tan solo unos meses no tenía.
Reconozco que necesito a mi mujer con quien comparto la vida a diario, reconozco que necesito los besos de mi madre y los abrazos de mi padre a los que estuve sin poder ver durante casi 5 meses y con los que no pude celebrar por primera vez en mi vida mi cumpleaños, reconozco que necesito a mis amigos con los que disfruto y crezco en tantos ámbitos de mi vida, reconozco que necesito a mis hermanas que fueron a las primeras personas que vi después del confinamiento, reconozco que necesito a mi abuelo que falleció apenas un mes después de que pudiéramos celebrar juntos mi boda hace un año y reconozco que los necesito, porque sin ustedes mi vocación como maestro no es tal. Después de varios meses dando clase desde el sofá de mi salón vuelvo a estar con ustedes aquí, juntos, haciendo universidad.
Una parte de mí habita en todos ellos, en ustedes, y parte de ellos o de ustedes también habita en mí. Como sin quererlo, quizá sin saberlo, me he dejado domesticar. Pero, esto que cuento no ha sido mi único aprendizaje, estos meses he reconocido algunas cosas más que ya creía saber, pero ahora las he hecho experiencia.
El valor del tiempo
Por ejemplo, ahora reconozco mucho más que antes el valor de mi tiempo. Si se paran a pensarlo un momento la vida se mide en unidades de tiempo (mi amiga tiene un bebe de 20 días, tengo 32 años, le quedan unos meses de vida…). Por tanto, a aquello a lo que dedicamos el tiempo le estamos dedicando la vida.
A veces vivimos, o al menos eso me pasaba a mí y a veces me sigue pasando, una paradoja con difícil solución en relación a nuestro tiempo: por un lado, vivimos angustiados porque no nos da la vida para más, parecemos el conejo de Alicia que mientras mira el reloj va corriendo de un lado para otro. Queriendo llegar a todas partes, no estamos verdaderamente presentes en ninguna. Por otro lado, a veces vivimos como si pensáramos que la vida no se va a acabar nunca, que lo de morirse no va con nosotros, que tenemos todo el tiempo del mundo y que por tanto podemos arrojar el tiempo, y con él la vida, por la borda, como si nos sobrara. Y derrochamos un montón de horas en cosas que no merecen la pena.
¿Cuántas veces me veo agobiado durante el curso deseando que llegue el verano para poder disfrutar de ese montón de cosas que al final no llego a hacer nunca? ¿Cuántos días me veo durante mis vacaciones tirado en el sofá matando el tiempo en las redes sociales, viendo vídeos en YouTube o jugando a juegos en el móvil, yo solo, que son «matatiempos», sin terminar de disfrutar y tampoco de descansar? ¿Quién no ha tenido alguna vez esa experiencia de no haber aprovechado el verano y que empieza el curso más cansado, triste y vacío de lo que estaba antes de irse de vacaciones? ¿Quién no tiene la sensación de no haber aprovechado el curso? Un curso más…
Vivimos presentes ausentes
La calidad de nuestra vida se mide en función de las cosas a las que le dedicamos nuestro tiempo. La realidad es que los dos polos de esta paradoja que acabo de contarles comparten al menos una cosa, tienen al menos algo en común: vivimos presentes ausentes.
Es decir, que estamos, pero no estamos; o por mejor decir que no estamos a lo que estamos. Piensen sino en algunas de esas clases, videollamadas o reuniones online en las que estamos a todo salvo a lo que está pasando en ese momento delante de nosotros. Por no hablar de las conversaciones durante las cenas en las que estamos más pendientes del WhatsApp y del Instagram que de compartir tiempo con los que estamos sentados a la mesa (para luego, cuando no estamos con ellos, estar hablando con ellos por WhatsApp).
Durante este confinamiento he podido reconocer que no valoramos suficiente el presente. Al menos a mí me ocurre. A veces vivimos demasiado preocupados por lo que está por llegar, preocupados por cosas por las que todavía no podemos ocuparnos, otras veces vivimos anclados en el pasado, dando vueltas a si las cosas podrían haber sido de otra manera. No quiero decir que el pasado y el futuro no sean tiempos valiosos, son valiosísimos. Tanto, que solo puedo comprenderme bien si hago memoria de vida y reconozco todo lo que me ha sido dado y si vivo en tensión hacia el futuro que orienta y da sentido a mi existencia. Pero estos dos tiempos solamente adquieren su pleno sentido si valoramos suficientemente el tiempo presente.
El presente es el único tiempo del que somos dueños, pues es el tiempo que nos es dado, en el que vivimos, actuamos y tomamos decisiones, en el que aprovechamos o malogramos nuestra existencia. El presente, como su propio nombre indica, es un regalo que nos es dado y que nos es dado en cada instante. Es un regalo que ofrecemos a los otros cada instante. El presente es el tiempo del disfrute, pues es el momento de sacar todo el jugo a lo que se vive; el presente es el tiempo de la esperanza, pues la esperanza que nos habla del bien futuro solo surge si reconozco aquí y ahora un bien que me sostiene en la promesa de un bien mayor. Es también el tiempo del recuerdo de volver a pasar por el corazón lo vivido, y de reconocer aquí y ahora que he sido y soy querido.
Solamente desde el reconocimiento del valor del presente puedo reconocer el valor de estar presente, algo que ya sabía, pero ahora que lo he hecho experiencia lo puedo reconocer.
He reconocido el valor que tiene acompañar a los pies de la cama a mi abuelo moribundo, aunque no pudiera hablar con él ni hacer nada más que cogerle de la mano, he reconocido el valor que tiene escuchar atentamente a mi mujer hablar de problemas que yo no le puedo solucionar, he reconocido que no es lo mismo estar sentado a la mesa con mi familia ausente pensando en mis cosas que estar presente, aunque en la conversación no tenga nada que aportar. Y esto tiene sentido, y por eso estoy aquí, dedicándoos esta tarde, porque a quiénes les estamos dedicando el tiempo, les estamos dedicando la vida.
La libertad desde el límite y desde el confinamiento
Por último, aunque lo que voy a contar hoy no es lo único que he podido reconocer durante estos últimos meses, ahora valoro mucho más mi libertad.
Quizá alguno de ustedes piense que esto se debe a que antes vivía acostumbrado a poder hacer todo lo que quisiera, sobre todo antes de casarme, y que debido a las restricciones que hemos tenido por la crisis sanitaria ahora valoro más volver a poder hacer algunas de las cosas que antes hacíamos normalmente pero que no podíamos hacer tan solo unos meses atrás. Es verdad que esto me ha pasado y que a veces uno es capaz de reconocer mejor un bien cuando es privado de él, pero esto no es algo que no me hubiera pasado ya antes del confinamiento
Lo que he podido reconocer, aunque creía ya saberlo, es aquello que afirma Victor Frankl en El hombre en busca de sentido que dice así:
«Los que estuvimos en campos de concentración recordamos a los hombres que iban de barracón en barracón consolando a los demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su propio camino».
Las mayores experiencias de libertad no las he experimentado cuando nos han vuelto a dejar hacer muchas de las cosas que hacíamos antes del confinamiento sino cuando se nos había privado de ellas.
Aristóteles en su Ética a Nicómaco decía:
«¿Cuál es el bien supremo entre todos los que pueden realizarse? Sobre su nombre, casi todo el mundo está de acuerdo, pues tanto el vulgo como los cultos dicen que es la felicidad, y piensan que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz».
Si realizáramos una sencilla indagación existencial reconoceríamos de manera muy sencilla que aquellas cosas que nos hacen verdaderamente felices son aquellas cosas que nos perfeccionan, que nos hacen crecer, que nos realizan… en el fondo son aquellas cosas que orientan la vida hacia su plenitud.
Además, reconoceríamos que lo que nos hace plenos no lo elegimos nosotros, sino que hay cosas que elegimos que nos hacen crecer y otras cosas que nos destruyen o nos abajan. ¿Pero qué tiene todo esto que ver con la libertad?
A veces queriendo ensalzar y entender la libertad como un absoluto desnaturalizamos la libertad pues olvidamos que el que es libre es el ser humano y que la libertad solamente tiene sentido con relación al fin del ser humano. A veces pensamos que la libertad es poder hacer lo que queramos, sin restricciones, sin limitaciones, sin atender a ningún criterio más que al mío propio.
Si atendemos a nuestra experiencia debemos reconocer que la libertad así entendida es autodestructiva pues muchas veces acabamos siendo esclavos de las decisiones que tomamos en aras de una supuesta libertad mal entendida y peor vivida pues, ¿de qué sirve una libertad que no me hace vivir mejor? ¿De qué sirve una libertad que no orienta mi vida a la plenitud y a la felicidad? Desde esta perspectiva, parece que las circunstancias adversas, las normas o los demás son una limitación para nuestra libertad cuando no nos dejan hacer lo que nosotros queremos.
Durante estos últimos meses he tenido que reconocer, aunque ya creía saberlo, que esto no es verdad o al menos que es verdad solamente en unas determinadas circunstancias. He sido capaz de experimentar que uno puede ser libre, aunque las circunstancias sean muy adversas, que el ser humano es capaz de vincularse a la realidad y a los otros en función de aquello que es bueno sean cuales fueren las circunstancias que le haya tocado vivir.
Hemos visto que ante las mismas circunstancias algunos se han visto atenazados por el miedo, se han encerrado, se han aislado y queriendo conservar la vida no han sido capaces de vivir la vida bien. Otros sin embargo han elegido salir de sí mismos para buscar el bien que estaba en su mano, no porque fueran inconscientes sino porque algo fuera de ellos les obligaba a responder a la necesidad del otro. Y yo aquí debo reconocer que me gustaría vivir el resto de mi vida como lo han vivido los segundos y no como los primeros. Que quiero vivir mi libertad no como el que es esclavo de sus decisiones sino como el que vive la responsabilidad como una liberación.
Estos meses hemos visto a comunidades de vecinos que no pudiendo salir de sus casas han decidido salir a los balcones para cantar juntos, jugar al bingo o dar clases de zumba en la terraza, que han ido a hacer la compra a los más mayores para que no tuvieran que salir de casa, a médicos y personal sanitario que han dado la vida por sus pacientes, a empresas y trabajadores que han buscado mil y una formas de seguir ofreciendo un servicio a la sociedad con su trabajo, a trabajadores de las residencias de la tercera edad que han decidido quedarse a vivir allí para poder cuidar a los más vulnerables, a padres que han tenido que teletrabajar y encargarse a tiempo completo de la educación de sus hijos, a maestras de escuela que han buscado todo tipo de soluciones creativas para poder seguir educando a los más pequeños en la distancia, a universitarios comprometidos con su formación que han puesto todo lo que estaba en su mano a pesar de las dificultades para ser mejores profesionales el día de mañana.
No pretendo aquí criticar a los que no lo han vivido así, no es cuestión de comparar, lo que trato de decir es que yo quiero vivir el resto de mi vida siendo tan libre como ellos.
La libertad es la capacidad de comprometerse
Debo reconocer, por tanto, que la verdadera libertad es la capacidad que tiene el ser humano de vincularse, de responder con la propia vida, a aquello que le hace pleno, a aquello que le hace feliz. La libertad es la capacidad que tiene el ser humano de vivir respondiendo a la propia vocación y de reconocer en ella el sentido de su vida. La libertad es la capacidad de reconocerse y de dejarse abrazar por aquel que le quiere bien, tal y como uno es, en sus heridas y defectos, en sus virtudes y aciertos.
Por eso soy más libre desde que estoy casado, como un niño es más libre y disfruta más de la vida por la presencia de su madre que le quiere.
Por esto, queridos alumnos, este año deseo que se dejen domesticar y que habiten este «Colegio Mayor», que es de ustedes, y esta universidad, que es de ustedes. Les deseo que disfruten el presente y que esten plenamente presentes en todo aquello que la universidad tenga a bien regalarles en este nuevo curso que empieza, que le saquen todo el jugo. Les deseo este nuevo curso que empezamos que sean verdaderamente libres para responder con su vida a aquello que la haga más plenas, para que respondan responsablemente a su vocación primera que no es otra que la de habitar y dejarse habitar, la de dar la vida y hacer de ella una ofrenda permanente.