Por Giorgio Vittadini
Lo que está sucediendo en estos días da a entender que para resolver el desastre, nuestro cambio personal y el cambio con las demás personas es un camino obligado.
Ha llegado la tormenta de personas cada vez más cercanas. También yo estoy entre aquellos que hicieron de todo para minimizar la amenaza del coronavirus. «Es un poco más que una gripe» me repetía a mí mismo y a mis amigos. Me parecía una locura colectiva, no podían ser racionales en la medida que empeoraban las condiciones de un pueblo que ya estaba con dificultades, con una economía que ya estaba en recesión. «Incluso la peor gripe pasa, no perdamos la cabeza y continuemos con nuestras vidas, como siempre».
Como estadístico hacía el conteo de los fallecidos, lo comparaba con el número excepcional de decesos por influenza hace tres años atrás y con cuántos sucumben debido a infecciones intrahospitalarias. «Lo que se dice es un engaño, una exageración», pensaba.
Es difícil aceptar que hay que cambiar, cambiar ideas y cambiar la forma de vivir. Para evitar hacerlo uno puede incluso refugiarse en los pretextos polémicos, en convicciones consolidadas (quizás debido a una vida acomodada), y se pueden incluso utilizar los principios sagrados.
Durante la reclusión, vista en un inicio como una cárcel, he tenido que dedicar mucho tiempo a las clases online: horas delante de un computador grabando sin nadie delante y teniendo que comenzar todo de nuevo después de cada error.
Mientras pasaban los días, la realidad se hacía más clara. Aquellas voces dejadas lejos, se acercaron y no pude hacer nada más que escucharlas con atención. Los contagios y los decesos aumentaban. La preocupación se agigantaba. Se omitió́ la cantidad de muertos, vista con un criterio costos/beneficios.
Responder las preguntas de los estudiantes en el foro, dialogar con ellos, ir físicamente a la universidad para discutir sobre las tesis, llevar adelante proyectos de investigación, continuar construyendo iniciativas culturales, en un cierto punto dejaron de ser una tentación para mantener lejano el miedo y el dolor, para cicatrizar rápidamente las heridas y comenzaron a ser mi pequeñísimo aporte, el modo de decir «aquí́ estoy», «estoy presente». Y mientras tanto quedaba admirado de aquello que hacían y hacen tantos médicos y enfermeros. En la esencialidad y humildad de lo que hacían, también he visto la raíz profunda de tantas amistades.
Luego, comenzaron a enfermarse amigos y familiares de personas que yo conocía directamente. Escuchaba las palabras de médicos y enfermeros y la enfermedad se convertía delante de mis ojos aquello que es, una agresión a la vida: la pérdida progresiva de la capacidad de respirar, la sensación de estar sofocándose, el alejamiento de la familia, la muerte en soledad.
Luego, llegó la desgracia de aquellos amigos que no pudieron acompañar a sus seres queridos al cementerio o que sólo pudieron orar por un familiar difunto junto a su familia a través de videollamada a miles de kilómetros. Y llegó también la muerte de un querido amigo.
Nadie tiene alguna idea de lo que sucederá́ en un futuro incluso próximo. Lidiar con la realidad, como ha dicho y repetido don Julián Carrón, ahora para mí significa aceptar no saber, aceptar no entender y aceptar tener la necesidad de aprender sobre lo que está sucediendo.
También yo, como muchos otros han comenzado a hacer durante estos días, estoy intentando ser consciente de lo que aprendo. Por ejemplo, el sonido de las palabras ya ha cambiado; el sonido de aquellas que ya conocía y de aquellas que estoy escuchando durante estos días.
Palabras que a menudo me reencuentro escribiendo, como «persona única e irrepetible», hoy me mueven por dentro y me hacen suplicar que ninguna persona enferma sea dejado sin respirador.
Y si, como me sucedió́ hace pocas noches atrás, escucho a un médico comprometido en las trincheras no limitarse a decir «es mi deber» y, además, agregar «hago este trabajo porque quiero a las personas, mis pacientes son como mis hermanos», entonces entiendo cuánto camino aún me queda por recorrer.
A propósito de palabras, cuántas polémicas aparecen. No lo digo porque no deban haber críticas, sino porque ya no es posible dar espacio a la superficialidad, a la falta de argumentación, a la deslealtad, a la falta de seriedad. De hecho, el tono de aquellos que son más entendidos son más fastidiosos que el resto. Palabras como «sentido cívico», «respeto», «instituciones», en este momento perdieron de repente su sentido retórico.
Nunca me habría esperado que el aislamiento podría haberse convertido en una forma particular de sociabilizar; que muchos, obligados a mirarse a sí mismos a la cara, pudiesen descubrir a los demás; que muchos pudiesen experimentar una forma de libertad distinta a la que conocían y que no está limitada por la responsabilidad. Sobretodo no me esperaba que hoy tantas personas estuviesen dispuestas a dar la vida, tiempo y dinero por otros.
Todos nos estamos preguntando si esta situación nos hará́ mejores personas. Yo no sé responder. Sólo sé que para resolver el desastre, nuestro cambio personal y el cambio con las demás personas es un camino obligado.