Debemos darnos cuenta de que toda ideología, al reducir la realidad a un esquema que se afirma como el único válido para interpretar el mundo, lleva en su seno el virus del totalitarismo.
Me viene a la cabeza un atinadísimo pensamiento de Hannah Arendt, cuando decía que los regímenes totalitarios no desean comunistas convencidos, ni nazis convencidos, sino personas que sean ya incapaces de distinguir entre el bien y el mal, entre la verdad y la mentira.
Efim Etkind, un amigo de Solzhenitsyn que fue expulsado inmediatamente después de él de la unión Soviética, cuenta en su libro Dissident malgré lui que lo que le provocaba verdadera impresión no era la pobreza en la que se vivía en muchas partes del país, ni la abundancia de espías o la presión de la policía política, sino la mentira que parecía estar en todas partes y dominarlo todo.
Etkind recuerda que el abastecimiento de bienes esenciales apenas llegaba a las tiendas de los barrios, mientras que los hoteles en los que se alojaban los invitados políticos del régimen gozaban de todos los lujos y comodidades, y a su alrededor se ubicaban escaparates bien surtidos y decorados. Es conocido el caso de Gorki, el famoso escritor, cuya vida era un decorado de teatro lleno de espías y traidores, e incluso se preparaban especialmente para él ejemplares modificados de los periódicos extranjeros.
Lo que a Efim Etkind, y a tantos otros, le resultaba increíble, e insoportable, era la ubicuidad de la mentira.
Y es que toda ideología pretende que interpretemos la realidad según unos pocos parámetros sencillos y de cómoda aplicación, que deben ser capaces de explicarlo todo (y de negar lo que no encaje), reduciendo los factores de la realidad a un esquema sencillo y fácil de inculcar. Lo más destacable de la figura de Solzhenitsyn no es, como señala el Profesor Adriano Dell’Asta, la denuncia de los campos (los socialdemócratas que huyeron de la Unión Soviética a partir de 1918 ya lo contaron en numerosos foros de izquierdas. El mismo corresponsal de L’Humanité, el periódico del Partido Socialista Francés, ya relataba los abusos de los bolcheviques desde sus primeras crónicas de la revolución). La verdadera novedad es la comprensión de que el centro de todo estado totalitario es la mentira.
De la misma manera debemos darnos cuenta de que toda ideología, al reducir la realidad a un esquema que se afirma como el único válido para interpretar el mundo, lleva en su seno el virus del totalitarismo.
Sin embargo, Solzhenitsyn nos muestra, a mi juicio, también otra cosa: que el mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria, es decir, que se puede afirmar la belleza de la realidad en toda circunstancia, incluso en el GULAG.
Lo verdaderamente novedoso en la historia no es el mal, tan cansino y repetitivo, ni la muerte de los hombres mortales, ni la crueldad a la que todos somos capaces de llegar, ni el odio, ni la sed de poder. De hecho sería fácil para cualquiera realizar actos terribles siempre que pudiera justificarlos ante sí mismo y ante los demás con un discurso ideológico. Lo verdaderamente novedoso no es el mal, sino el perdón.
La ideología es capaz de sembrar la mentira y, de esta manera, esconder el mal a los ojos de quienes deben llevarlo a cabo, presentarlo como bien, o como un mal inevitable y necesario, por ejemplo para el progreso de la humanidad, o para que otros logren alcanzar supuestos derechos.
Lo que realmente transforma los viejos mecanismos de este mundo, rompe los esquemas que establecemos (también los ideológicos), y consigue plegar la historia para que pueda de nuevo empezar, es el perdón. Porque el perdón rompe la cadena de la causalidad al introducir en la historia algo que está más allá de ella, algo no previsto, y que la sostiene y le permite seguir, volver a empezar. El perdón hace a Clío, la musa de la historia, rejuvenecer, volver a creer en el hombre, volver a tener esperanza.
Con el perdón se logra sostener la esperanza, abrazar la realidad, en las circunstancias más difíciles. De esto también fue todo un testimonio Solzhenitsyn, y así lo plasmó en las poesías que escribía mientras estaba en el campo.
En el fondo Solzhenitsyn no tuvo que inventar nada: sólo tuvo que decir que sí, reconocer, afirmar la realidad. Bastó un sí, porque no hace falta nada más. Sólo es necesario no negar la Belleza que tenemos delante, y la podemos negar de muchas formas: reduciéndola a nuestros esquemas, llenándola de ideología hasta vaciarla de contenido, transformarla en una serie de principios morales para hombres puros y castos, etc.
Sólo hay que decir que sí.
Hombres como Solzhenitsyn, que se aferraron a su experiencia, a la forma concreta en la que se les había hecho manifiesta la realidad, y en ella el Misterio, y que ante esa misma realidad y ante ese mismo Misterio, supieron decir sí, hicieron presente lo humano en las peores condiciones, y fueron un foco de libertad para sus compañeros de cautiverio y para los guardias de los campos. Personas como Solzhenitsyn o como la poetisa Nina Gaguen‐Torn, que cuando estaba presa en la Lubianka, en una enorme cárcel en el centro de Moscú, sólo tenía un contacto con el exterior de la prisión: el paseo que, al anochecer, le permitían hacer por la terraza que coronaba el edificio, y así, rodeada de altos muros pero con las estrellas sobre su cabeza y sola, mirando al cielo, decía: “Al rezar, erguida y en silencio, contengo mi corazón, como una vela. Si prende la luz radiante, será para mí una súbita respuesta. En mi corazón enflaquecido la fe ha alumbrado el fuego perpetuo.”
Las grandes obras de Solzhenitsyn, las que le valieron el Premio Nobel, no fueron novelas imaginarias, ni grandes escritos de pensamiento, sino relatos de lo que pasó, de lo que les pasó a cientos de miles de personas. Lo que nos quiere traer Solzhenitsyn es la realidad, afirmar la realidad. No ideó grandes sistemas, ni diseñó los mecanismos de respuesta que derrotarían al régimen. No hizo lo que otros hacen, no repitió los esquemas de nuevo, no respondió a la violencia con una nueva violencia, que sólo vence a la anterior porque es más fuerte, porque puede llegar a ser más cruel y ocupar su lugar.
Marcelo López Cambronero