La belleza de ser hijos
Si bien no todos somos padres, es cierto que todos somos hijos. Ser hijo implica dependencia, es decir, haber recibido de otro una existencia que genera un mundo, como escribió la filósofa Hannah Arendt: “Con cada nacimiento nace un nuevo comienzo, surge a la existencia potencialmente un nuevo mundo”. Por esta razón, la natalidad y su antítesis, el aborto, remiten a lo más esencial del ser humano: cuando hablamos de fetos, cigotos o embriones, estamos hablando de nosotros mismos y de nuestras relaciones esenciales. No hay algo que está en el vientre de una madre, hay quién que somos nosotros mismos, en las diferentes etapas de nuestras vidas: todos fuimos fetos, cigotos o embriones, porque todos somos hijos.
El modelo imperante individualista que niega ese vínculo estructural, es decir nuestro carácter irrevocablemente “filial”, abandona a las madres que deciden abortar a una soledad existencial, transformando a los engendrantes en dueños de algo y no padres de alguien. Pero el quién no puede ser reducido a un qué más que en la ficción. Lo que biológicamente es un qué, antropológicamente es un quién, es decir, es siempre un hijo: uno igual a nosotros.
El debate actual sobre el aborto nos remite, antes de tomar una posición sobre los aspectos técnicos de la ley, a repensar en nuestra propia identidad humana y en nuestra dependencia originaria. En última instancia, este debate exige que nos miremos con el coraje de lo que realmente somos: una mirada llena de dulzura corresponde más a una conciencia de nuestra dependencia de los que han tenido la piedad de darnos la vida, en cualquier condición se hayan encontrado.
La verdad es que todos somos hijos, y por eso dependientes.