Ojos con mirada de terror, cabello trasquilado, labio partido, uniforme a rayas demasiado grande sujeto con alfileres de seguridad … Las imágenes de Czesława Kwoka, de 14 años, se quedan grabadas por mucho tiempo en la memoria. Una artista brasileña decidió traerlas de vuelta y darles vida.
Colorear a veces hace revivir. No siempre, pero cuando se trata de imágenes que sólo habían sido vistas en blanco y negro, sin detenerse en los detalles por lo insoportable de lo que se veía, poner color es acercar el foco, descubrir el brillo en la mirada, inclinar al que mira la foto hacia quien está fotografiado. En algunos casos, como en éste, es revivir el asesinato, la eliminación masiva y los grados de crueldad insondables que el blanco y negro va destiñendo. Casi todo el imaginario en blanco y negro que el mundo tiene sobre lo que sucedió en Auschwitz lo produjo un prisionero, Wilhelm Brasse, nacido en la Polonia ocupada. Fue capturado muy joven, cuando era ayudante de fotografía en un local de su pueblo, Zywiec, y como hablaba alemán le ofrecieron unirse a los nazis. Se negó y fue enviado al entonces «flamante» centro de concentración de Auschwitz-Birkenau, en 1940. Ya colgaba en sus portones de hierro la leyenda “El trabajo hace libre”.
Brasse trabajó en silencio y en medio de una profunda perturbación íntima durante cinco años. Hizo alrededor de 50.000 fotografías que hoy forman parte estructural del Museo de Auschwitz. Tuvo un trato ligeramente preferencial: cuando no fotografiaba los cuerpos que iban esqueletizándose, lo mandaban a la cocina a trabajar como ayudante. Luego de la liberación de Auschwitz por las tropas rusas, él y los sobrevivientes fueron trasladados unas semanas a otro campo para atenderlos, mientras el mundo asistía a uno de los hallazgos de deshumanización más feroces de la historia humana. Los negativos habían quedado en Auschwitz pero fueron recuperados en su totalidad.
Cuando por fin salió a la vida otra vez, y hasta sus 92 años, cuando murió, Brasse nunca volvió a sacar una foto. Fue llamado “el fotógrafo de Auschwitz” siempre: el trauma de haber visto y registrar lo acompañó como una niebla interna durante toda su vida.
Pero una de las fotos que había tomado cuando era prisionero, la de una niña de 14 años, Czeslawa Kwoka, viajó en el tiempo y un día de hace algunos pocos años aterrizó en la mesa de trabajo de la fotógrafa y colorista brasileña Anna Amaral. El proceso del color sobre la foto de la niña que poco después de ser retratada fue asesinada con una inyección de fenol en el corazón por un oficial nazi, produce el efecto de un nuevo acercamiento a esa tragedia.
¿Cómo era antes del estallido de la guerra? ¿Quizás llevaba largas trenzas y vestidos en verano? ¿Quizás estaba corriendo por los prados de Wólka Złojecka, recogiendo amapolas? ¿Le gustaba comer las manzanas de verano directamente del árbol? ¿O tal vez odiaba la capa de nata que se hacía arriba en la taza de la leche caliente? Hoy, solo queda el retrato de Auschwitz de Czesia Kwoka.
Nació el 15 de agosto de 1928. Era uno de los llamados “Niños de la región de Zamość”, desplazados a la fuerza para establecer nuevos asentamientos para la población étnicamente alemana. Se estima que durante la campaña fueron desplazados alrededor de 110.000 polacos, incluyendo 30.000 niños. En su lugar, se asentaron unos 10.000 alemanes y 7.000 ucranianos.
Algunos de los niños fueron enviados al Reich para su germanización. Otros murieron en vagones de ganado o fueron asesinados por la inyección de fenol.
Czeslawa, católica, vivía en una pequeña casa con su madre, Katarzyna Kwoka, y las dos habían sido cazadas en el camino. Llegaron a Auschwitz en 1942. A la madre la mataron a los dos meses. Fue reconocida como prisionera política, como lo demuestra el triángulo rojo en el uniforme a rayas. La foto de la niña fue tomada un año después, poco antes de su ejecución. Estaba sola y sabía que no tenía oportunidad de salvación. Ya no tenía nombre. Era el número 26.947.
Antes de la foto, mientras esperaba en la fila de prisioneros, un soldado pasó a su lado y le rompió el labio. La niña lloró pero la llamaron para posar. Brasse recordó varias veces el gesto de Czeslawa: se limpió con el puño la sangre de la boca antes de pararse frente a la cámara. Ya en blanco y negro estaba toda esa oscuridad en su mirada. Pero el color que le agregó Anna Amaral la acerca en el tiempo, acerca el foco a ese abismo de miedo y desconcierto. La niña no hablaba alemán y desde que la habían secuestrado y trasladado no sabía por qué lo hacían ni qué le decían.
El 12 de marzo de 1943, le inyectaron fenol en el pecho.
Hace dos años, cuando se cumplieron 75 años del asesinato de Czeslawa Kwoka, el Museo de Auschwitz la homenajeó con la difusión de su foto de prontuario coloreada por Amaral. Ahí están sus ojos, sus ojeras, sus moretones en la cara, su traje a rayas, su cabeza pelada, su orfandad y su muerte inminente, que se huele, densa, gaseosa, en la foto. Podemos imaginarla como una niña de 14 años parecida a cualquiera de las que conocemos. El color viene a decirnos que el mal nunca está tan lejos como para creerlo en el pasado.
¿Y tú te olvidaras de ella?