por Juan Bagur Taltavull / Democresía
Una consecuencia colateral de las protestas raciales –o más bien revisionistas– en Estados Unidos está siendo la destrucción y el derribo de estatuas. Las efigies de héroes confederados son bajadas de sus pedestales al mismo tiempo que corren esta misma suerte descubridores como Cristóbal Colón o, lo que evidencia con más fuerza la ignorancia de los nuevos talibanes, un gran defensor de los indios como fue San Junípero Serra. Además, este aquelarre iconoclasta no se limita a Estados Unidos. También en la Mallorca natal del ilustre fraile se ha vandalizado su imagen, y en Barcelona algunos proponen derribar la efigie del que fuera almirante de la Mar Océana. Esto último me ha llamado particularmente la atención, porque refleja que el sectarismo ideológico no solamente desprecia el pasado, sino también la identidad de las poblaciones. El Colón que guarda el puerto de Barcelona desde 1888 es un símbolo de la ciudad, casi tanto como la Estatua de la Libertad lo es de Nueva York, o por lo menos así lo han visto siempre quienes han llegado por mar a la Ciudad Condal. Cuando era pequeño mi familia menorquina me contaba que el “¡tierra a la vista!” que gritaban con entusiasmo cuando navegaban desde Mahón era “¡Ja veuen a Colon!”, y yo mismo pude disfrutar esa sensación la única que vez que he tenido la posibilidad de seguir esta ruta.
Pero la destrucción de estatuas no es algo nuevo. Ha estado presente siempre en la Historia. A veces por motivos políticos, por ejemplo al compás de las damnatio memoriae romanas. Otras por causas religiosas, como en las recíprocas incursiones de moros y cristianos durante la Reconquista. Y también por cuestiones ideológicas, según hicieron los revolucionarios franceses en el Palacio Arzobispal de Aviñón, cuyas estatuas todavía hoy podemos ver decapitadas. En cualquier caso, estos ingredientes siempre suelen estar aderezados con una importante cantidad de ignorancia histórica, y más en concreto, con un sesgo de percepción constituido por el anacronismo.
El anacronismo se basa en el rechazo de la condición histórica del ser humano. Significa ver la sociedad de manera utópica, es decir, como una realidad que está más allá del espacio y el tiempo. Aunque etimológicamente se refiera directamente a la segunda variable, pues procede del griego ana (contra) chronos (tiempo), en la práctica también la primera es fundamental. Además, es una forma de razonamiento que no solamente se encuentra en la Academia, pues con igual fuerza se manifiesta en la plaza pública. Forma a la vez parte de teorías políticas construidas por intelectuales, y de la cosmovisión de los ciudadanos comunes; arrastrando tanto en uno como en otro grupo dos consideraciones erróneas: creer que la utopía es por esencia algo positivo, y considerar que se proyecta siempre hacia el futuro.
Lo primero ocurre porque suele aceptarse que las utopías son un estímulo para la acción, que facilita la intervención sobre la realidad imperfecta. Pero como bien muestra Isaiah Berlin –aunque igualmente podríamos citar a pensadores tan dispares como Ortega, Oakeshott o Camus, que han escrito sobre lo mismo –, el pensamiento utópico es la base de los totalitarismos más intransigentes que han existido a lo largo y ancho de la historia de la humanidad. Lo ha sido cuando ha llevado a olvidar la defectuosidad inherente a la condición humana, confundiendo su afán por mejorarse, con la ausencia de faltas como única realidad aceptable. Es la sublimación intelectual y política del puritanismo, creyendo que solamente es digna de consideración la vida humana sin mancha ni pecado. Y de aquí el segundo elemento: la no aceptación de lo imperfecto en el pasado. El utópico se presenta como progresista que mira al futuro que no existe, pero casi siempre actúa desconociendo el pasado que sí existió. Lo juzga buscando la perfección, y al no encontrarla, lo desprecia.
Con ello, el utópico está asumiendo otra consecuencia de la negación de lo deficiente de la naturaleza humana: la limitación de su capacidad de conocimiento. Cree que la realidad objetiva se posee absolutamente, de una vez y para siempre, y por muy absurdo que resulte, plantea que los individuos del pasado ya tendrían que haber asumido el esquema perfecto de la realidad que hoy supuestamente todos incorporamos en nuestras mentes. Es una actitud infantil, exactamente igual a la de aquellos niños –y no tan niños– que dicen: “qué tontos en la Edad Media, que creían que el mundo era plano”, o “qué ridículos los antiguos, que creían en la generación espontánea”. En ambos casos, el anacronismo se esconde a través del sentido común. Pero olvidando que este “sentido” solamente se ha hecho “común” después de un largo proceso de estudio y de investigación, que ha durado siglos. En palabras de Roger Scruton, a través de la tradición, que definía como “conocimiento Social” (“Social Knowledge”).
Lo mismo que ocurre con las ciencias, acontece en el campo de la moral. Hoy nos parecen manifestaciones del sentido común ideas como la igualdad de hombres y mujeres, la equivalencia entre las razas, la dignidad intrínseca de todo ser humano, o la libertad religiosa e ideológica. Sin embargo, no lo son, pues tanto la antropología como la psicología evolutiva vienen a indicar lo contrario. Así, Jonathan Haidt demuestra en un libro sensacional –The righteous Mind (2012)–, que la mente humana se ha configurado para dividirnos en tribus y enfatizar la diferencia y el exclusivismo. Y de ahí que nuestros ancestros hayan desarrollado mecanismos mentales que han provocado que el racismo, por poner el ejemplo más evidente, sea algo muy común en la percepción humana. Basta con viajar por el mundo para ver que el rechazo al extranjero no es una creación del hombre blanco, sino un sesgo inherente a la condición humana. Por lo menos, yo he visto racismo en la India, Sudamérica o Marruecos (no contra mí, sino frente a quienes emigran a estos lugares o son allí considerados miembros de razas o clases inferiores).
En este sentido, Rafael Sánchez Saus recordaba en un artículo reciente que lo anormal no es la esclavitud de Occidente, pues el esclavismo ha sido una constante de la historia de la humanidad, incluida la africana. Lo anormal y excepcional es que en nuestra civilización haya desaparecido. Si existe una conquista tardía y evolutivamente lograda es la idea, hoy sí “de sentido común”, de que todas las razas valen lo mismo. Pero han sido siglos de influencia del cristianismo, y de complejos debates científicos, las causas de la popularización de esta noción. Y siempre con muchas dificultades, porque precisamente en el siglo XIX el racismo era una verdad científicamente aceptada en todo el espectro ideológico de la sociedad, al igual que lo había sido para Aristóteles y los “demócratas” griegos. Y nunca estamos a salvo de la barbarie, porque hoy en día existen teorías, como la del australiano Peter Singer, que, dando una marcha atrás en el proceso civilizador de Occidente, aceptan desde una supuesta ciencia atrocidades como el infanticidio.
En cualquier caso, el anacronismo invierte una de las ideas que nos comunicó Jesucristo, al decirnos que “La verdad os hará libres”. Esta sentencia implica reconocer que, para poder elegir, es un requisito inexorable comprender. Cuanto más se conozca acerca de una realidad, más eficazmente podrá actuarse en libertad sobre ella. Y al contrario, en la misma medida en la que algo nos sea desconocido, nos encontraremos esclavizados por la ignorancia. Por ello, Isaiah Berlin planteaba que para juzgar moralmente a personajes del pasado, solamente existe una forma de huir del anacronismo y no hacer el ridículo: estudiar qué conocían los individuos, y ver cuáles eran dentro de sus márgenes de conocimiento las posibilidades que tenían para actuar. Desde esta base, a San Junípero Serra difícilmente se le puede achacar una actitud racista o supremacista, incluso teniendo en cuenta los exigentes estándares actuales. Y tampoco a Cristóbal Colón, por mucho que él fuera más ambiguo en su percepción de los indios: decir que tendría que haber fomentado ideas todavía no inventadas como la libertad religiosa o la jornada laboral de ocho horas remuneradas, es tan anacrónico e infantil como reírse de él porque murió creyendo haber llegado a las Indias. Los continentes se descubren, pero las verdades también. Siempre lo recuerdo en mis artículos, porque me parece un dato fundamental, y aún a costa de repetirme volveré a hacerlo: verdad en griego es alethéia, descubrimiento paulatino de la realidad. Y esto no implica relativismo, sino historicidad.