Por P. Martino de Carli
«La preguntita”. Este es el título de una columna de opinión escrita por Cristián Warnken y publicada hace dos semanas en El Mercurio. El intelectual chileno describe un hecho sucedido en el contexto de su familia: “Uno de mis hijos, de nueve años”, relata, “pregunta a boca de jarro, en medio de la comida: <¿Para qué hacemos todo lo que hacemos si después todo se acabará?>”. Warnken acoge enseguida la pregunta de su hijo y comparte con el lector las resonancias suscitadas en él. Se pregunta por ejemplo: “¿Hay profesores capacitados para acoger las grandes preguntas que los niños traen a un mundo pauteado, de respuestas estándar?”. “¿Y para qué sirve la educación si no aborda a fondo las dudas y perplejidades sobre el sentido de la vida?”. “¿O se han convertido los colegios en meras fábricas de puntajes?”. “Si no se habla de la muerte, de la vida, ¿de qué se habla en las mesas familiares y en los colegios?”.
Especialmente en la primera parte del artículo, Warnken, con su estilo cautivador, describe el núcleo más fascinante y profundo de la naturaleza humana. Muchas son las perspectivas con las cuales abordar el tema. Podemos hablar de la experiencia elemental del ser humano o del ímpetu inagotable de su razón o en último término, de su religiosidad. Se trata de diferentes modos de acercarse al problema, que, sin embargo, apuntan a lo mismo, es decir, a poner de relieve la presencia en el ser humano de un dato innato y universal: la experiencia de una existencia que se trasciende a sí misma y que de algún modo apunta al Infinito.
Ya sea la conciencia de que su vida es una existencia donada, ya sea, en cambio, la percepción de la precariedad de su misma existencia, impulsan al ser humano a suspirar por lo Inconmensurable y lo Ilimitado. Y, frente a esto, él percibe toda su desproporción.
A pesar de que nuestros bien educados sentidos se reajusten constantemente a la dimensión rutinaria y acostumbrada de la vida, nos damos cuenta de que una visión superficial de la misma no nos satisface.
Warnken, en su columna, habla del arte, del verso-grito del poeta español Quevedo, del grito pintado por Munch, de la gran pregunta que alberga en el protagonista de un cuento de Tolstoi.
El fenómeno artístico, a menudo, nos hace presentir que existe una consistencia más profunda de la realidad y que es urgente ir más allá de lo superficial, para interrogarse sobre el fin último de la existencia. El escritor italiano Pier Paolo Pasolini, en la novela Teorema, del año 1968, describe la urgencia existencial de uno de los personajes con estas palabras: “Estoy lleno de una pregunta a la cual no sé responder”. Y Julio Cortázar, en el relato “El perseguidor”, haciendo homenaje a Charlie Parker, genio del jazz, escribe: “Toda mi vida he buscado en mi música que esa puerta se abriera al fin […] porque no puede ser que no haya otra cosa, no puede ser que estemos tan cerca, tan del otro lado de la puerta”. Muchas páginas literarias ponen de relieve la desproporción que existe entre la realidad cotidiana y una especie de “otra realidad”, como si nos introdujeran en otra “estructura” más real y verdadera.
El hombre religioso busca el significado exhaustivo de la realidad. El ser humano es empujado más allá de sí mismo, en la búsqueda inagotable de un por qué último.
Aquí se asoma nuevamente la reflexión de Warnken: “¿Tiene sentido que le respondamos?”, se pregunta, a propósito del interrogante planteado por su hijo. Y llega a esta conclusión: “Por ahora, porque me siento incompetente para dar una respuesta sincera y a la altura de la pregunta […] prefiero abrazarlo. No se me ocurre nada mejor”. “¿No es mejor un abrazo que una respuesta muerta?”. “Cierro lo ojos”, prosigue nuestro autor, “me cobijo entre los brazos de mi niño y quisiera quedarme ahí para capear la tempestad”.
Después del entusiasmo suscitado en mí por la lectura de la primera parte de la columna, su conclusión me ha dejado pensativo. “Padre, el final de este artículo es triste”, me dijo una alumna, después de haberlo leído en clase. Me acordé enseguida de un pequeño poema de Giovanni Pascoli, poeta italiano del siglo XIX, titulado Los dos huérfanos, en el cual dos hermanos, que se han quedado huérfanos, están en la cama por la noche, impotentes y solos y en un punto del relato afirman: “Ahora nada nos conforta, y estamos solos en la noche oscura”. Me acordé también del final de la película italiana, La grande bellezza, cuyo protagonista, después de una larga búsqueda a lo largo de la vida, se conforma con el hecho de admitir que la existencia finalmente es un truco.
Ciertamente nos sentimos todos desproporcionadamente pequeños frente al misterio de la vida. Y, sin embargo, salvo que no aceptemos vivir totalmente resignados o totalmente distraídos, nos cuesta conformarnos con la conclusión de Warnken o con la impotencia de los dos huérfanos de Pascoli o con el final escéptico de la película de Sorrentino. ¿Existirá acaso la posibilidad de responder al anhelo del hombre con algo que no sea sólo una idea hecha, que anestesia la angustia o un abrazo impotente? ¿Quién nos dará seguridad y certeza? ¿No será que la preguntita del hijo de Warnken expresa el dinamismo más autentico de la razón humana?
En esto estriba el problema de la fe, como reconocimiento de la posibilidad de una respuesta a las exigencias más profundas del ser humano. El gran filósofo danés, Kierkegaard, afirma que la única relación que se puede tener con algo grande es la contemporaneidad. Lo que ha pasado ya no me mueve.
Leemos en la Encíclica Lumen Fidei (N. 30):
“La verdad que la fe nos desvela está centrada en el encuentro con Cristo, en la contemplación de su vida, en la percepción de su presencia”.
Desde el encuentro de los discípulos Juan y Andrés con Jesucristo, hasta hoy, esta es la audacia del cristianismo: que un hombre mortal, sea lo eterno, la manifestación plena de la fiabilidad de Dios.
Siempre en la misma Encíclica leemos también la siguiente frase:
“El encuentro con Cristo, el dejarse aferrar y guiar por su amor, amplía el horizonte de la existencia, le da una esperanza sólida que no defrauda. La fe no es un refugio para gente pusilánime, sino que ensancha la vida” (N. 53).
La fe ensancha la vida. El creyente puede entrar en territorios desconocidos, como un hombre que está en la frontera, como un investigador incansable y a la vez cierto de haber encontrado una hipótesis explicativa de la realidad.
A la luz de estas consideraciones, la cultura deja de ser una erudición basada en un simple acopio de conocimientos y se trasforma en la posibilidad de entrever el nexo entre cualquier aspecto de la realidad y su significado último, ofreciendo de esta forma al creyente la posibilidad de una visión unitaria de la vida.
La ciencia misma sale de las limitaciones de una visión puramente positivista de lo real, para llegar al umbral del misterio.
Pronuncio estas palabras con humildad, consciente, en primera persona, de haber recibido un don inmerecido. Sin embargo, no puedo no dar testimonio, a la luz de mi experiencia personal, de su carácter verídico.
Retomemos la pregunta sencilla y profunda del hijo de Cristián Warnken: “¿Para qué hacemos todo lo que hacemos si después todo se acabará?”.
Me imagino que es un pregunta que podría hacerme mi sobrina, que tiene la misma edad. ¿Cómo responder? No es fácil. Quizás, además de abrazarla, la invitaría a mirar una flor y le diría: “Es verdad, esta flor mañana no existirá. Pero estoy cierto de que te gustaría que pudiera durar siempre. Entonces confía en Jesús. Él te invita a vivir bien esta vida y a gozar de lo bello que te dona, pero te dice también que esta vida prosigue después de la muerte, cuando todos nos encontremos para siempre, sin el miedo de perdernos y de perder lo que amamos”.