por Juan Bagur Taltavull
La última encíclica del papa Francisco, Fratelli tutti, ha generado reacciones de todo tipo. En la línea de lo que viene siendo habitual en el mundo político desde los inicios de su pontificado, entre posiciones de izquierdas se le ha dado la bienvenida, mientras que el liberalismo de derechas –no así el conservadurismo u otras tendencias de esta familia– se ha apresurado a condenarla. Tanto unos como otros han puesto el centro de atención en la crítica que el Sumo Pontífice ha vertido sobre el llamado “neoliberalismo” y la globalización económica, coincidiendo en la afirmación de que Francisco es un papa alineado con el populismo o, al menos, el socialismo. Pero una lectura detallada de la Encíclica indica que esta interpretación es equivocada. En este artículo no ofreceré ningún análisis de la misma, porque considero que siempre que deseamos saciarnos de conocimiento lo mejor es acudir a las fuentes, y el Papa expresa mucho mejor que yo lo que quiere decirnos. Solamente reflexionaré sobre una cuestión que explica los equívocos que ha generado: la perspectiva desde la que debe ser analizada, que es religiosa y no ideológica.
Lo primero que se ha de hacer es definir qué es una perspectiva: la mirada concreta que se deriva de una circunstancia, entendiendo por circunstancia la posición que ocupa la persona en la realidad, y por posición que ocupa la persona, la mentalidad y sensibilidad con la que se lanza y es lanzada al mundo (poniéndonos más filosóficos, se deriva del Dasein de Heidegger, o lo que no por casualidad llamó Ortega “circunstancia” como categoría filosófica). Muchos factores influyen en esta posición, y orientan la mirada hacia uno u otro lugar sin que ello implique necesariamente que sea falsa, porque la perspectiva de una persona conduce casi necesariamente a buscar su integración con la de otras. Ésta es por lo menos la postura de Ortega, que lo explica en “Verdad y perspectiva” (1916) y en algunos fragmentos de Meditaciones del Quijote (1914). Ponía el ejemplo sencillo de la Sierra de Guadarrama, que él veía con unas características determinadas desde su despacho en la madrileña Universidad Central, mientras reconocía que otros la percibían de manera distinta si estaban radicados en Segovia. Las dos partes representaban algo verdadero, pero incompleto, que necesitaba de la otra contemplación para alcanzar la comprensión total. Lo mismo acontece en toda aproximación de la persona a cualquier dimensión de la compleja realidad que le rodea. Únicamente Dios tiene una perspectiva total, porque solamente él es omnisciente, mientras que el ser humano por ser contingente tiene que contentarse con una mirada limitada que debe enriquecer con las de otras personas y, desde el planteamiento católico, la Revelación o percepción divina. Dios, indica metafóricamente el agnóstico Ortega, es la perspectiva jerarquizada.
Desde aquí nos dirigimos a la distinción entre la mirada religiosa y la mirada ideológica. Una de las mejores definiciones que he leído sobre la ideología es la que ofrece Jordan Peterson, planteando que es un “mapa de significados” (o “de sentidos”, según la traducción española de su libro de 1999). Esto implica dos cosas: en primer lugar, que su objetivo es interpretar la realidad, y por otro lado, que su lectura es por esencia simplificadora de los elementos que describe. Por eso es un mapa: su meta es representar la existencia tomando aspectos que la configuran, esto es, seleccionando solamente los que obedecen al objetivo que pretende alcanzar (la igualdad, la libertad, la nación…). Tiene un sentido utilitario, no una vocación de verdad, y así tiene que reconocerse. Lo contrario sería confundir el mapa de la Sierra de Guadarrama con la propia Sierra de Guadarrama, porque una cosa es la representación funcional de sus montañas, bosques y caminos, y otra muy distinta son las propias montañas, bosques y caminos.
En definitiva, las ideologías son construcciones desarrolladas por los hombres para ser capaces de moverse por el mundo intelectual, y según el destino al que pretendan dirigirse, se configurarán de una manera u otra, renovándose una vez alcanzado su objetivo para no parecer mapas anticuados. Para cumplir honradamente su misión, deben tener en cuenta que la realidad es por definición misteriosa, inasequible a una categorización absoluta porque la libertad humana, el azar y el acontecimiento inesperado relativizan todo intento de desvelarla en su totalidad. Pueden ofrecer un sentido en medio del caos, pero han de reconocer que lo han fabricado a partir de solamente una parte de los muchos elementos que encuentran en ese desbarajuste. El problema viene cuando se confunde el orden alcanzado en medio del desconcierto o misterio, con el orden absoluto. Esto precisamente hacen las ideologías cuando olvidan su función y, como ocurrió en los siglos XIX y XX, se convierten en religiones políticas.
En cuanto a la religión –no desde el punto de vista de Peterson, pero sí el católico–, pretende ofrecer una aproximación total, y por ello no relativa sino absolutamente verdadera, de la realidad. Acepta que la existencia es un misterio, pero también que en medio de lo que las ideologías ven como un caos, se da una «re-ligio», una religación entre todos sus componentes. La razón y la fe son, cada una en su ámbito, las dos alas que llevan al hombre a esa verdad, según escribió Juan Pablo II en Fides et Ratio (1998). Son las facultades que le permiten contemplar desde lo alto, volando más arriba que las construcciones ideológicas, y acercarse así a la perspectiva que Ortega llamaba divina. Con este objetivo, durante muchos siglos la Iglesia desarrolló, de la mano de la Revelación y la tradición, una doctrina que pretendía comprender el mundo misterioso. Marcaba unos valores –entre ellos la fraternidad universal en la que se centra la Encíclica, y otros muchos como la libertad, la igualdad, la comunidad, etc.–, pero sabiendo que solamente Dios es absoluto y perfecto, negaba la posibilidad de que uno de ellos bastara por sí mismo: todos eran relativos, en el sentido de que alcanzaban su plenitud «en relación con» el principal de ellos, el amor, que según San Juan es el que identifica a Dios. De este modo se entiende la imagen que ofreció el cardenal John Henry Newman del dogma católico: es como un árbol en constante desarrollo, con un tronco plantado hace dos mil años del que han ido brotando ramas de cada vez más frondosas. La diferencia entre el desarrollo del dogma católico y la renovación de las ideologías es que en el primer caso se mantiene la re-ligación orgánica entre todos los elementos, que al ir pasando los siglos, se van conociendo más y mejor.
Pero hacia el siglo XVIII llegaron aquéllos que Ramiro de Maeztu llamó «los grandes separatistas» porque, cortando las ramas, escindieron la religión de ámbitos parciales de la existencia que incluían la política, la tecnología, la ciencia…y las ideologías políticas. Éstas comenzaron desde entonces a presentarse como explicaciones totales de la realidad, absolutizando aquellos valores en los que habían decidido fijarse. Dios ya no era el amor que todo lo jerarquizaba y englobaba, sino un ente que se identificaba con la liberad, la igualdad, la nación, la comunidad étnica, la tradición…Así en el siglo XIX surgieron las ideologías modernas, definidas en función del valor que consideraban dominante y, en ocasiones de forma literal, divino: liberalismo, socialismo, nacionalismo, conservadurismo… Todos sus principios provenían del cristianismo, según ha mostrado recientemente Tom Holland en Dominion (2019).
Pero allí estaban organizados bajo el amor porque existía un equilibrio que, en el fondo, significaba la aceptación de lo inconmensurable del mundo. Esto lo han visto muchos autores: Juan Donoso Cortés lo expresó en su Ensayo de 1851, hablando de liberalismo y socialismo como dos ideologías cuyos valores estarían armonizados en el cristianismo, y algo muy similar planteó G.K. Chesterton en Ortodoxia (1908) al hablar del “nuevo equilibrio” ofrecido por esta religión. Pero especialmente ilustrativo es C. S. Lewis en La abolición del hombre (1943), donde recurriendo a la misma metáfora que Newman escribió que las ideologías modernas son ramas que, creyendo ser el tronco del que brotan, acaban rebelándose contra el árbol entero. Esto representa por cierto la masonería española, que ha dado la bienvenida a la Encíclica afirmando que el papa Francisco ha abandonado la doctrina tradicional católica abrazando su idea de fraternidad. Sin embargo, lo que ocurre es todo lo contrario: es la idea de hermandad humana (la rama) la que procede del cristianismo (el tronco), y no al revés. Por esto desde el punto de vista católico la fraternidad no es un valor último: lo es el amor, en este caso porque, dijo también Chesterton, la hermandad de los hombres solamente se puede fundamentar en la común paternidad de Dios.
En resumen, la Encíclica del Papa se debe entender desde la perspectiva religiosa, no la ideológica, porque pretender ofrecer una visión holística de la realidad misteriosa. Es cierto que los socialistas pueden reivindicarla al citar los puntos en los que, desde su mirada, han decidido centrar la comprensión del mundo. Pero también es posible que así actúen los conservadores, los liberales, e incluso los nacionalistas si aíslan otros muchos aspectos (en este sentido, no parece que a nadie le haya llamado la atención que el Papa reconozca el “derecho a no emigrar”, el orgullo nacional, o que critique al “globalismo”). Sin embargo, todos ellos se equivocarían porque lo fundamental reside en el equilibrio entre todos los principios presentados, y no en la absolutización de uno de ellos. Por lo menos, ésta es la mirada católica, y el propio Francisco lo da a entender al recordar que la caridad está detrás de todas las virtudes, y cuando cita la famosa tríada “libertad, igualdad y fraternidad” enfatizando la necesidad de que estén completamente equilibradas entre sí. En cualquier caso, no es necesariamente negativo que los defensores de ideologías particulares puedan encontrar pasarelas para comunicarse con el Pontífice, cuyo título significa precisamente “constructor de puentes”. Francisco inicia su Encíclica apostando por el encuentro con “los hombres de buena voluntad”, sean o no cristianos. No es en el diálogo donde se encuentra la mala voluntad de algunos, sino en el intento de apropiación de un mensaje que es religioso, no ideológico.