«Desead mis palabras, ansiadlas y ellas os instruirán». La invitación del Libro de la Sabiduría expresa eficazmente el corazón de todo trabajo en la Universidad, tanto el de los estudiantes como el de los docentes.
Deseo, ansia: ¿quién de nosotros, si se toma en serio la enseñanza o el estudio, no siente que las palabras deseo y ansia revelan su naturaleza en profundidad? Cuando uno busca la verdad y, mucho más, cuando encuentra aunque sólo sea un pequeño fragmento de ésta, toda su humanidad -razón y libertad, inteligencia y afecto- se ponen en movimiento. Basta pensar en la «reacción» llena de atracción que suscita en nosotros la percepción de la verdad: desde la belleza de un texto literario al encenderse repentino de la evidencia de una demostración científica, desde la fuerza de una intuición filosófica a la capacidad de construcción de la arquitectura….
«¿Qué desea el hombre mas ardientemente que la verdad?» Una vez más es la genialidad de Agustín la que viene en nuestra ayuda. Percatándose de la nota más alta del deseo del hombre, sus palabras nos vuelven a proponer la naturaleza de toda Academia, ámbito ideal donde custodiar todo el «humanum».
Hoy la universidad está a menudo amenazada por el riesgo de reducirse a una especie de «reserva india» para gente que, perdida tras las propias investigaciones, acaba perdiendo toda relación con la realidad. No es menos peligroso concebir al hombre como una fábrica de recursos humanos. Sin embargo la vocación natural de la Universidad es esencialmente educativa. Esta es la razón que ha hecho de ella, no sólo en Europa, un ámbito de promoción de la libertad. En la acción educativa de la Universidad los hombres han encontrado, a lo largo de los siglos, la posibilidad concreta de ser sostenidos en lo que les caracteriza ante todo como hombres: el conocimiento y la adhesión a la verdad como aventura fascinante que renueva el presente. Escribía Pavese en «El oficio de vivir»: «En sustancia, ¿por qué se desea ser grandes, ser genios creadores? ¿Para la posteridad? No. ¿Para moverse entre la masa y ser señalados con el dedo? No. Para sostener la fatiga cotidiana en la certeza de que lo que se hace vale la pena, es algo único. Para el hoy, no para la eternidad». El que actúa en el ámbito académico, por tanto, es llamado, a través del rigor propio de las distintas ciencias y disciplinas, a hacer partícipe al hombre de la verdad, a hacerles «gustar» (conocer) su dulzura.
¿Qué hace posible que cada mañana renazca la pasión por la verdad en los estudiantes y en los docentes que entran en las aulas de las Facultades, en las Bibliotecas, en los Laboratorios?
Quiero sugerir dos elementos para tratar de responder a esta pregunta. Ambos describen el modo en el que se le ofrece al hombre la verdad. Como la filosofía contemporánea más sagaz nos indica, cada vez más insistentemente y con mayor rigor, la verdad se comunica al hombre en la forma de un don que llama a la libertad. El nexo inseparable entre la verdad y la libertad lleva consigo la valorización de las diferencias, al tiempo que impide el que uno pueda considerar la verdad como una posesión adquirida de una vez para siempre. Razón y libertad de cuantos -profesores y estudiantes- operan en la universidad, son invitadas a fundirse para pedir incansablemente el don de la verdad.
Pero la experiencia nos indica -y la historia de las Universidades lo muestra con claridad- otro dato esencial de la comunicación de la verdad: la dimensión comunitaria. La comunidad -«communitas docentium et studentium»: así definían la Universidad los medievales- sostiene concretamente, en lo cotidiano, el devanarse del trabajo académico.
La Universidad es una comunidad de hombres: se traiciona su naturaleza cuando se la considera como la simple suma de individualidades. La universidad no es la «casa» de los autodidactas. Es un consorcio de maestros y discípulos, de hombres libres, que juntos -en la investigación, en la enseñanza y en el estudio- piden el don de la verdad.
Se comprende, entonces, que un cristiano se encuentre a gusto en una morada así.
Monseñor Angelo Scola
Arzobispo Emérito de Milán