por Rafael Pou/Democresía
Probablemente no lo sepas, pero cada vez que soplas las velas del pastel de tu cumpleaños estás demostrando que tienes un alma inmortal. Que eres espíritu.
Esto puede sonar un poco chocante: hemos sido educados en una mentalidad materialista que nos enseña que lo más razonable es pensar que todo acaba en la tumba. Sin embargo, si lo pensamos con calma, veremos que el materialismo coherente no te dice que no vivirás después de la muerte. El materialismo coherente te dice que nunca has estado vivo.
Porque, ¿qué es morir? No es desaparecer en la nada, como hacen los cuerpos de los «jedis» en algunas películas. Tu cuerpo sigue estando allí. Desde una perspectiva física nada ha cambiado: sigues pesando lo mismo, están presentes los mismos ingredientes. No ha cambiado nada. El universo sigue bailando, al ritmo que le marca la ley de conservación de materia-energía. No ha pasado nada.
Para esta perspectiva, eres un puñado de moléculas, unidas sólo por las mismas leyes físicas que rigen a las piedras y a los cristales. Casualmente unidos hoy, separados mañana; realmente no existe ningún salto cualitativo entre tu zapato y tú. “Vida” es sólo una etiqueta que le ponemos a determinados fenómenos físicos. Por ello, en realidad, hablar de un “yo” es una ingenuidad tan grande como proclamar la inmortalidad del alma. No existe nada real que justifique tu identidad personal.
No hay ninguna diferencia entre tú y el mundo. Llegados a este punto, materialismo e idealismo se tocan. Da igual decir que todo es materia, o decir que todos somos sólo momentos de un sueño de Brahma. En ambos casos, tú no existes. En palabras de Tyler Durden:
“No eres especial. No eres un copo de nieve único y hermoso. Eres de la misma materia orgánica en descomposición que todo lo demás. Todos formamos parte del mismo montón de estiércol.” (Tyler Durden, protagonista de El club de la Pelea)
Pero el hombre derrota todo este pesimismo metafísico de un soplido. Apagando las velas.
¿Qué.. por qué?
Bueno, yo diría que para celebrar el cumpleaños, son necesarias dos cosas. Es necesario que haya «algo» que cumpla años, y es necesario que ese algo sea capaz de celebrarlo.
Para celebrar un cumpleaños…
- Es necesario algo que cumpla años
Parece un requisito sencillo. Pero no es tan obvio. Sobre todo si pensamos que diariamente cambia el 0,05 % de las células de tu cuerpo. Eso quiere decir que, cada siete años, tu cuerpo se ha renovado totalmente. No tienes ninguna de las células que tenías cuando naciste. Por tanto, ¿quién cumple 20 años? ¿Las células que usaban tu pijama antes que tú?
Un materialista coherente te diría que sí. Un filósofo más avisado te diría que es necesario reconocer un principio de unidad superior a la materia. Un principio de identidad que unifica y ordena la materia hacia los fines del organismo. Un principio que, en el caso de los seres vivos, se llama alma.
Si aceptamos esto, ya hemos superado el materialismo, lo cual no es poco. Pero esto no demuestra que seas espíritu, ni que sobrevivas a tu cadáver. Desde esta perspectiva, también los perros y los canarios tienen alma. Así que pasemos al siguiente punto.
- Es necesario que sea capaz de celebrarlo
Para celebrar el cumpleaños, es necesario que algo cumpla años, y que ese algo tiene que ser consciente de estar cumpliendo años. Tiene que ser capaz de celebrarlo. Tiene que ser consciente de esa continuidad, tiene que ser capaz de abrazar su pasado y su presente simultáneamente, de un solo vistazo. Tiene que ser un «yo», tiene que ser un alguien. No felicitamos a las macetas por su cumpleaños, y es una extravagancia monstruosa hacerlo con los gatos.
Pero, ¿en qué consiste esto de ser un yo? El hombre es auto-consciente. Es capaz de volver sobre sí mismo, es capaz de conocer la realidad y conocerse a sí mismo en un solo golpe de pensamiento. Gracias a esta capacidad, el hombre está dentro y fuera de sí mismo, posee una distancia respecto a sí mismo, es capaz de “sacar la cabeza” por encima de las olas de la realidad, del flujo del presente, y reflexionar.
Gracias a esta distancia respecto a sí mismo y respecto al mundo, el hombre es capaz de conocimiento abstracto: no conoce sólo a su mamá, a su perro y a su hermano, sino que es capaz de entender lo que es una mamá, un perro y un hermano. Y por ello es capaz de elaborar un lenguaje. Lenguaje que permitirá crear una cultura, que podrá ser transmitida, y acrecentada con el tiempo. Permitirá la creación de tecnología.
Gracias a esa misma distancia, el hombre es, además, libre. No vive esclavo de sus pulsiones e instintos, sino que puede ensimismarse y juzgar a la realidad a la luz de verdades y valores, obtenidos gracias a su inteligencia. Verdades y valores que nos abren un universo totalmente desconocido para el animal. Puedes detenerte frente a tu pastel y pedir un deseo, o elegir entre disfrutar del chocolate o lanzarle el pastel a la cara a tu mejor amigo, para echar unas risas; o no comerte el pastel, sea en solidaridad con los cristianos perseguidos de Irak, o sea sólo para guardar tu delicada línea y esbelta figura. Tu perro, en cambio, devorará siempre el pastel, inexorablemente, sin excesivas reflexiones existenciales al respecto.
Todo eso gracias a esta “distancia”. Pero, ¿cómo es ésta posible? Se trata de una capacidad curiosa. ¿Acaso puede la materia “volver sobre sí misma”, estar “dentro y fuera de sí misma”? ¿Acaso puede el ojo verse a sí mismo? ¿Cómo es posible que exista un yo, de dónde sale?
Todos estos signos (autoconciencia, capacidad de conocimientos abstractos, libertad, valores) han sido la base sobre la cual muchos filósofos han afirmado que para entender al hombre hay que afirmar que su alma, o principio vital, debe ser de un rango cualitativamente superior al de los demás animales. Si el ser vivo es un salto adelante brutal respecto a la materia, si el viviente es una “materia al cuadrado” (con un alma que unifica y ordena la materia), entonces el hombre es un “viviente al cuadrado”, con un alma que está incluso por encima de sí misma, por esa extraña “distancia” respecto a sí misma que muestra en su autoconciencia y libertad. Su alma debe ser espiritual: debe trascender la materia que unifica. Y si reconocemos que es un espíritu, reconocemos implícitamente, como mínimo la posibilidad de que trascienda la muerte del cuerpo, y abrimos las puertas al misterio.
Entonces, ¿qué? “¿Vuelve el polvo al polvo? ¿Vuela el alma al cielo? ¿Todo es sin espíritu, podredumbre y cieno?” (Bécquer). La verdad es que podríamos multiplicar los argumentos, aunque ciertamente ninguno nos daría una evidencia del tipo “2+2 son 4”. Pero es que quizás ninguna verdad importante para tu vida va a ser el resultado de una ecuación matemática. Así que piénsalo. Tú eliges. O crees que nunca has estado vivo, o crees que nunca estarás muerto. ¡Feliz cumpleaños!